La niña juega con su propia niñez, con sus ensoñaciones más tenues, haciéndole cada vez una nueva mueca a Dios y a la Patria, a esas entidades que sobre todo entre nosotros los latinoamericanos se entrelazan con la historia finalmente. La luz blanca lo atraviesa, pero también esa luz lo ilumina desde abajo, desde el fondo de la ciudad que lo escupe, para lanzarlo paradójicamente hacia su exterior, camisetas de futbol baratas hacia las redes de sus ruidos y ensoñaciones. El expósito sale a la superficie mientras esta luz blanca y cruda se acompasa con los ruidos de la ciudad, con la voz tenue y los acordes simples de una música de profunda melancolía. Y de pronto el expósito canta, se mueve, baila en una coreografía grupal, produciendo un primer destello de farándula en medio de la memoria, recordándonos de paso que la primera acepción que de farándula nos entrega el diccionario de la Real Academia Española, es justamente la de profesión y ambiente de los actores.
Botellas, flores, camelias, geranios, claveles, todo un espectro de pequeños dardos que son lanzados en el voceo diminuto de la niña, a la cara de los automovilistas, y lo que es peor, a los espectadores, como souvenir diríamos, como un traer a la memoria, pero también como la entrega de un presente, en este caso molesto, incómodo y hasta incomprensible. Las flores son expuestas en una florería ambulante, hecha de tarros y repisas que en un segundo sirven para el traslado de esta mercadería que es también un pretexto y que al segundo siguiente es el trono de esta aspirante a puta cara. Atropellado por un tranvía mientras arrancaba de los carabineros que lo perseguían por su capacidad de convocatoria a la huelga, golpeado por un padre accidentado, olvidado por todos y solo recordado una vez muerto a través de los sueños y las flores que se le dejan en su animita. La niña vende flores, flores por unidad, pero también en ramos. Pero la niña no sólo hace referencia a su capacidad de venta, a sus evocaciones sentimentales (Carlos, su amiga Laura que come pizza a cambio de sus besos), sino también a las imágenes de niños perdidos impresas en cajas de leche.
Niño muerto, añorado por la niña que vendía flores; personaje doblemente expuesto: a la tierra o mejor, al espacio de un mundo de purgatorio y al espacio o dimensión de la ánima en pena. Desde todo esto, La cruzada de los niños es, me parece, una puesta en obra de una dimensión fuerte de lo social-histórico, que ha sido definido, con no poca belleza, como «lo colectivo anónimo, lo humano impersonal que llena toda formación social dada, pero que también la engloba, que ciñe cada sociedad entre las demás y las inscribe a todas en una continuidad en la que de alguna manera están presentes los que ya son, los que quedan fuera e incluso los que están por nacer» (Castoriadis, 185). Todo ello, evidentemente desde el teatro, colocado en los ejes protagónicos de la inhalación de una sustancia, aparentemente barata, con la cual los cuatro protagonista se drogan, manteniéndose en una especie de limbo, y la profusa aparición de una bandera chilena, con lo cual la obra produce una filiación con las artes plásticas chilenas contemporáneas. Por otra parte, es una obra de teatro que ha recorrido un camino itinerante, abriendo y cerrando especialmente sus posibilidades materiales.
La memoria que es conducida hacia ese inicio de la obra en el que un juego de luces transversales y en movimiento rotatorio y horizontal indica la metáfora del niño botado, arrojado a la alcantarilla con el fin expreso de ser olvidado, borrado, aunque sin atreverse a ser muerto por aquellos que lo han vomitado. El género como categoría de análisis requiere utilizar marcos teóricos contextuales y de subjetividad, ya que precisamente el género se compone de los aspectos psicosociales (contextuales) y de los significados subjetivos de la experiencia vivida en ese contexto (Velasco, 2006, p.24). Seguidamente, voy a reflexionar sobre una de las consecuencias más visibles de lo que todo esto comporta, las listas de espera Atención fragmentada y especialización extrema El sistema de atención médica tiene unas características que son reflejo de los sesgos de género originados en la propia etapa formativa del personal sanitario, y que se sustenta en el paradigma biomédico (Velasco, 2009). Consecuentemente, lejos de reconocer el género como un factor determinante de la salud de las personas, la atención médica las fragmenta y las clasifica según sus síntomas fisiopatológicos.